El gobierno ya tomó la decisión, pero es una decisión equivocada. Aunque ciertos derivados de la marihuana sin duda tienen usos medicinales, hay que evitar que a los menores de edad les sea más fácil “fumarse un porro”.
Augusto Pérez Gómez
Los ministerios de Salud, Justicia y Agricultura anuncian la expedición de un decreto para reglamentar por vía administrativa el cultivo, la producción, la comercialización y el uso de la marihuana con fines medicinales en Colombia. El presidente Santos informa a través de la cadena BBC Mundo que esta misma semana procederá a sancionar ese decreto.
Semejantes anuncios, como era de esperarse, han suscitado un debate sobre las implicaciones que tendría la legalización parcial de una sustancia hasta hora prohibida y sobre el acelerador que el gobierno nacional le está poniendo a este tema.
Y han surgido preguntas sobre el porqué de la aceleración, cuando el gobierno por regla general ha sido lento en decidir sobre estos asuntos, tanto así que deja en el aire cuestiones que requerirían, esas sí, decisiones urgentes. La principal de estas cuestiones es la ley 30 de 1986, conocida como Estatuto de Estupefacientes, ley llena de ambigüedades e imprecisiones y, en múltiples sentidos, bastante obsoleta- que el gobierno mantiene abandonada en el cajón desde hace tiempo.
El debate tiene varias aristas y puede examinarse desde diferentes perspectivas.
La primera de esas aristas es saber si un decreto es el instrumento adecuado para reglamentar estos asuntos.
La respuesta de los conocedores es que no: muchas de las decisiones que se proponen, aun cuando sean de carácter administrativo, necesitarían aprobación del Congreso porque van en contravía o porque no tienen en consideración lo que disponen las leyes ya existentes.
Pero es más grave aún la fragilidad de los decretos: dependen exclusivamente de la voluntad del presidente, y por lo tanto un nuevo mandatario puede borrar de un plumazo todo cuando dispuso su predecesor. Y si – como parece- se pretende montar un gran andamiaje que puede incluir a empresas internacionales, el andamiaje puede irse al suelo el 8 de agosto de 2018.
En este punto vale la pena ampliar la reflexión: una vez conocido el proyecto de decreto, varias compañías extranjeras, especialmente canadienses, expresaron gran interés por invertir en esta nueva industria. Y esto lleva a pensar que ocurriría lo que ha ocurrido tantas veces en el pasado: esas compañías, dotadas de un músculo financiero considerable, eliminarán rápidamente a los pequeños productores colombianos, se quedarían con el monopolio de la marihuana medicinal y nos obligarán a comprársela al precio que ellas impongan. Esto no parece constituir un aporte a nuestra propia economía.
La segunda arista tiene que ver con la diferencia entre marihuana medicinal y marihuana recreativa.
En una entrevista reciente para el programa de Caracol Polos Opuestos, tuve ocasión de contrastar mis puntos de vista con los del senador Juan Manuel Galán autor, como se sabe, de un proyecto de ley sobre este mismo asunto. El senador planteó dos cosas de manera categórica:
Que no está interesado en absoluto en participar en el debate sobre la legalización de la marihuana para fines recreativos;
Que su propuesta se refería concretamente a la utilización de dos derivados de la marihuana, el THC y el Cannabidiol (este último modera los efectos psicoactivos del primero y puede tener, en algunos casos, incluso mayor poder terapéutico). Estos derivados se ingieren fundamentalmente en forma de cápsulas o de gotas sublinguales (Savitex): no se trata entonces de “porros”, cuyo humo es irritante para las vías respiratorias y que contiene hasta seis veces más alquitrán que el tabaco.
Debo decir que, expresado en esos términos, apoyo totalmente el proyecto del senador Galán: sería una enorme tontería negar los poderosos efectos medicinales de ciertos cannabinoides (productos presentes en la planta de marihuana y para los cuales existen receptores específicos en el cuerpo humano) en trastornos como la epilepsia infantil refractaria a cualquier otro tratamiento, los dolores asociados con la esclerosis múltiple, el glaucoma, el asma, los dolores premenstruales (los chinos la usaban para este propósito hace cerca de 5.000 años). E igualmente sería una tontería privar a miles de personas del acceso a un recurso paliativo supremamente útil y de bajo costo porque se ha demonizado el consumo de marihuana durante los últimos 70 años.
Pero hay una tercera arista: están quienes creen que toda la argumentación a favor de legalizar la marihuana para fines médicos es el preámbulo de su legalización para fines recreativos, y que de allí a la legalización de todas las sustancias ilegales no hay más que un paso. Tienen razón y están completamente equivocados.
Tienen razón en creer, sobre la base de observar lo que viene ocurriendo en Estados Unidos y en Uruguay, que una cosa es el preámbulo de la otra. Pero las dos situaciones no son comparables:
Pero de ahí a que Uruguay esté considerando legalizar la cocaína y la heroína hay un paso muy grande. Y Estados Unidos, todavía menos. Es aquí donde están equivocados quienes creen que estamos ad portas de legalizar todas las sustancias psicoactivas.
El mundo sabe bien que las llamadas dogas ilegales son, en su gran mayoría, altamente perjudiciales para la salud, el bienestar general de los individuos, sus relaciones interpersonales, la economía y la salud familiares. Esto incluye el fumar marihuana cuando se es menor de edad. Por esto creo que:
Sinceramente no creo yo que nos convenga seguir ya mismo el ejemplo de Uruguay. En poco tiempo es probable que la decisión de ese país resulte haber sido un paso en falso, y lo mejor que podemos hacer es esperar a ver qué ocurre allí: si les va mal, la probabilidad de que nos vaya mal al imitarlos es diez veces mayor a causa de nuestro desorden, nuestras políticas pobremente diseñadas, la inexistencia de recursos asignados para prevención y tratamiento y, sobre todo, la falta de claridad sobre estos asuntos entre nuestros líderes políticos.
Si a Uruguay le va bien, nada garantiza que imitarlo se traduzca en resultados positivos para nosotros: somos demasiado diferentes desde todos los puntos de vista. No somos “europeos” ni nos sentimos tales, somos muchos, tenemos un país enorme y no somos ricos; nuestros valores se asocian más con frases como “El mundo es de los vivos” que con “Hagamos de este mundo un lugar amable para todos”.
Y, sobre todo, tenemos una fuerte polarización de opiniones sobre lo bueno y lo malo en el mundo de las drogas: mientras algunos piensan que no es tan grave, que la guerra contra las drogas se perdió, que hay que buscar nuevos paradigmas, que hay que dejar que cada quien decida lo que quiera, otros piensan que quien consume drogas en un criminal, real o en potencia, que es un parásito de la sociedad y que debemos obligarlo a suspender su consumo.
En últimas, todo esto es palabrería y revela que se ha perdido el foco: si, tal como he afirmado en otros textos sobre el tema, “cada quien hace de su capa un sayo”, ese “quien” de la frase siempre será un adulto. La situación con los menores de edad es radicalmente distinta; pero yo tengo la impresión de que dentro del gobierno colombiano se piensa muy poco en ellos.
Y en mi opinión son los niños y los adolescentes quienes merecen la atención prioritaria cuando se trata de regular el uso de sustancias psicoactivas.
* Ph.D., Corporación Nuevos Rumbos.
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